“El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado
gracia delante de Dios, vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a
quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo.
Dijo María: He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tú palabra.” (Lucas 1, 30-32, 38)
Esta gran fiesta tomó su nombre
de la buena nueva anunciada por el arcángel Gabriel a la Santísima Virgen
María, referente a la Encarnación del Hijo de Dios. Era el propósito divino dar
al mundo un Salvador, al pecador una víctima de propiciación, al virtuoso un
modelo, a esta doncella -que debía permanecer virgen- un Hijo y al Hijo de Dios
una nueva naturaleza humana capaz de sufrir el dolor y la muerte, afín de que
El pudiera satisfacer la justicia de Dios por nuestras transgresiones.
El mundo no iba a tener un
Salvador hasta que Ella hubiese dado su consentimiento a la propuesta del
ángel. Lo dio y he aquí el poder y la eficacia de su Fíat. En ese momento, el
misterio de amor y misericordia prometido al género humano miles de años atrás,
predicho por tantos profetas, deseado por tantos santos, se realizó sobre la
tierra. En ese instante el alma de Jesucristo producida de la nada empezó a
gozar de Dios y a conocer todas las cosas, pasadas, presentes y futuras; en ese
momento Dios comenzó a tener un adorador infinito y el mundo un mediador
omnipotente y, para la realización de este gran misterio, solamente María es
acogida para cooperar con su libre consentimiento.
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