Esta fiesta fue instituida
por Pío XII el 1 de mayo de 1955, para que -como dijo el mismo Pío XII a los
obreros reunidos aquel día en la Plaza de San Pedro - "el humilde obrero
de Nazaret, además de encarnar delante de Dios y de la Iglesia la dignidad del obrero
manual, sea también el próvido guardián de vosotros y de vuestras
familias". -
San José, descendiente de
reyes, entre los que se cuenta David, el más famoso y popular de los héroes de
Israel, pertenece también a otra dinastía, que permaneciendo a través de los
siglos, se extiende por todo el mundo. Es la de aquellos hombres que con su
trabajo manual van haciendo realidad lo que antes era sólo pura idea, y de los
que el cuerpo social no puede prescindir en absoluto. Pues si bien es cierto
que a la sociedad le son necesarios los intelectuales para idear, no lo es
menos que, para realizar, le son del todo imprescindibles los obreros. De lo
contrario, ¿cómo podría disfrutar la colectividad del bienestar, si le faltasen
manos para ejecutar lo que la cabeza ha pensado? Y los obreros son estas manos
que, aun a través de servicios humildes, influyen grandemente en el desarrollo
de la vida social. Indudablemente que José también dejaría sentir, en la vida
de su pequeña ciudad, la benéfica influencia social de su trabajo.
En efecto, allí, en aquel
pequeño poblado situado en las últimas estribaciones de los montes de Galilea,
residió aquella familia excelsa, cuando pasado ya el peligro había podido
volver de su destierro en Egipto. Y allí es donde José, viviendo en parte en un
taller de carpintero y en parte en una casita semiexcavada en la ladera del
monte, desarrolla su función de cabeza de familia. Como todo obrero, debe
mantener a los suyos con el trabajo de sus manos: toda su fortuna está radicada
en su brazo, y la reputación de que goza está integrada por su probidad
ejemplar y por el prestigio alcanzado en el ejercicio de su oficio.
Es este oficio el que le
hace ocupar un lugar imprescindible en el pueblo, y a través del mismo influye
en la vida de aquella pequeña comunidad. Todos le conocen y a él deben acudir
cuando necesitan que la madera sea transformada en objetos útiles para sus
necesidades. Seguramente que su vida no sería fácil; las herramientas, con toda
su tosquedad primitiva, exigirían de José una destreza capaz de superar todas
las deficiencias de medios técnicos; sus manos encallecidas estarían
acostumbradas al trabajo rudo y a los golpes, imposibles de evitar a veces.
Habiendo de alternar constantemente con la gente por quien trabajaba, tendría
un trato sencillo, asequible para todos. Su taller se nos antoja que debía de
ser un punto de reunión para los hombres -al menos algunos- de Nazaret, que al
terminar la jornada se encontrarían allí para charlar de sus cosas.
José, el varón justo, está
totalmente compenetrado con sus conciudadanos. Éstos aprecian, en su justo
valor, a aquel carpintero sencillo y eficiente. Aun después de muerto, cuando
Jesús ya se ha lanzado a predicar la Buena Nueva, le recordarán con afecto: "¿Acaso
no es éste el hijo de José, el carpintero?", se preguntaban los que habían
oído a Jesús, maravillados de su sabiduría. Y, efectivamente, era el mismo
Jesús; pero José ya no estaba allí. Él ya había cumplido su misión, dando al
mundo su testimonio de buen obrero. Por eso la Iglesia ha querido ofrecer a
todos los obreros este espectáculo de santidad, proclamándole solemnemente
Patrón de los mismos, para que en adelante el casto esposo de María, el
trabajador humilde, silencioso y justo de Nazaret, sea para todos los obreros
del mundo, especial protector ante Dios, y escudo para tutela y defensa en las
penalidades y en los riesgos del trabajo.
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