La Dormición
de María
Al
conmemorarse el día 13 de agosto el maravilloso Tránsito de la Bienaventurada
Virgen María, deseamos ilustrar a nuestros lectores sobre este misterio mariano
con base en la célebre obra «Mística Ciudad de Dios» de la venerable Sor María
de Jesús de Ágreda
Tres
años antes del glorioso tránsito de María Santísima a los Cielos, Dios envió al
arcángel San Gabriel con una nueva embajada, para darle aviso a su Hija
predilecta del tiempo exacto que le restaba de vida.
Y al oír que pronto terminaría su larga peregrinación
y destierro en este mundo, respondió con las mismas palabras que en la
encarnación del Verbo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra” (cf. Lc. 1, 38).
Unos días después la Virgen María comunicó el hecho al
evangelista San Juan, quien a su vez se lo trasmitió a Santiago el Menor, que
como obispo de Jerusalén estaba incumbido por San Pedro de asistir al cuidado
de la Madre de Dios.
Con el transcurso del tiempo San Juan —que al pie de
la cruz había recibido del Señor a la Virgen por Madre— no podía ya disimular
ni ocultar la inmensa pena que sentía. Con lo cual, antes de que sucediese, se
comenzó a divulgar y llorar su próxima partida.
Dios quiere que imitemos a María Santísima en todo. Y
así como Ella se dispuso para la hora de la muerte, cuando tengamos alguna
certeza de que se aproxima para nosotros, cualquier plazo nos debiera parecer
corto para asegurar el negocio de nuestra salvación eterna. Nadie tuvo tan
seguro el premio como María; y sin embargo se le dio tres años antes el aviso
de su muerte. Y Ella se dispuso y preparó, como criatura mortal y terrena, con
el temor santo que se debe tener en esa hora.
Eterna juventud, gracia
y devoción de María Santísima
Acerca de la apariencia que por entonces tenía la
Santísima Virgen, comenta la madre Ágreda: La disposición natural de su sagrado
y virginal cuerpo y rostro era la misma que tuvo de treinta y tres años; porque
desde aquella edad nunca hizo mudanza del natural estado, ni sintió los efectos
de los años ni de la senectud o vejez, ni tuvo arrugas en el rostro ni en el
cuerpo, ni se le puso más débil, flaco o magro, como sucede a los demás hijos
de Adán, que con la vejez desfallecen y se desfiguran de lo que fueron en la
juventud o edad perfecta.
Entre las maravillas que hizo el Señor con la
beatísima Madre en estos últimos años, una fue manifiesta, no sólo al
evangelista San Juan, sino a muchos fieles. Y esto fue que, cuando comulgaba,
la gran Señora quedaba por algunas horas llena de resplandores y claridad tan
admirable que parecía estar transfigurada y con dotes de gloria.
Tres días antes del tránsito felicísimo de María
Santísima, a pedido de nuestra Reina se habían congregado los apóstoles y
discípulos en la casa del cenáculo en Jerusalén. El primero en llegar fue San
Pedro, traído milagrosamente por un ángel desde Roma, seguido por San Pablo.
Los apóstoles la saludaron con no menos dolor que reverencia, porque sabían que
venían a asistir a su dichoso tránsito.
Algunos de los apóstoles que fueron traídos por
ministerio de los ángeles y del fin de su venida los habían ya informado, se
fervorizaron con gran ternura en la consideración que les había de faltar su
único amparo y consuelo, con que derramaron copiosas lágrimas. Otros lo
ignoraban, en especial los discípulos, porque no tuvieron aviso exterior de los
ángeles, sino con inspiraciones interiores e impulso suave y eficaz en que
conocieron ser voluntad de Dios que luego viniesen a Jerusalén, como lo
hicieron. Y fue San Pedro, como cabeza de la Iglesia, quien les comunicó el
motivo de su venida, y los condujo al oratorio de la gran Reina donde la vieron
todos hermosísima y llena de resplandor celestial.
Aunque no estaba
obligada, prefiere morir
Y puestos en su presencia, la Virgen Santísima
comenzó a despedirse de ellos, hablando a todos los apóstoles singularmente y
algunos discípulos, y después a los demás circunstantes juntos, que eran
muchos.
Sus palabras como flechas de divino fuego penetraron
los corazones de los presentes y rompiendo todos en arroyos de lágrimas y dolor
irreparable se postraron en tierra. Después de un intervalo, les pidió que con
ella y por ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron. En esta quietud
sosegada descendió del cielo el Verbo humanado y se llenó de gloria la casa del
cenáculo. María Santísima adoró al Señor, quien le ofreció llevarla a la gloria
sin pasar por la muerte.
Se postró la prudentísima Madre ante su Hijo y con
alegre semblante le dijo: Hijo y Señor mío, yo os suplico que vuestra Madre y
sierva entre en la eterna vida por la puerta común de la muerte natural, como
los demás hijos de Adán. Vos que sois mi verdadero Dios, la padecisteis sin
tener obligación a morir; justo es que como yo he procurado seguiros en la vida
os acompañe también en morir.
“En tus manos Señor,
encomiendo mi espíritu”
Aprobó Cristo el sacrificio y voluntad de María
Santísima y los ángeles comenzaron a cantar con celestial armonía. Y aunque de
la presencia del Salvador sólo algunos apóstoles con San Juan tuvieron especial
ilustración y los demás sintieron en su interior divinos y poderosos efectos,
pero la música de los ángeles la percibieron con los sentidos muchos de los que
allí estaban.
Entonces se reclinó María Santísima sobre su lecho,
con las manos juntas y los ojos fijos en su Divino Hijo. Y cuando los ángeles
cantaban: “Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven que
ya pasó el invierno...” (Cant. 2, 10), en estas palabras pronunció Ella las que
su Hijo Santísimo en la Cruz: “En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu” (Lc.
23, 46). Cerró los virginales ojos y expiró. La enfermedad que le quitó la vida
fue el amor. Y el modo fue que el poder divino suspendió el auxilio milagroso
que le conservaba las fuerzas naturales para que no se consumiese con el ardor
y fuego sensible que le causaba el amor divino.
Pasó aquella purísima alma desde su virginal cuerpo a
la diestra de su Hijo Santísimo, donde en un instante fue colocada con inmensa
gloria. Y luego se comenzó a sentir que la música de los ángeles se alejaba,
porque toda aquella procesión se encaminó al cielo. El sagrado cuerpo de María
Santísima, que había sido templo y sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y
resplandor y despidiendo de sí tan admirable y nueva fragancia que todos los
circunstantes quedaron llenos de suavidad interior y exterior. Los apóstoles y
discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo de las maravillas que veían,
quedaron como absortos por algún espacio. Sucedió este glorioso tránsito un
viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo Santísimo, a
los trece días del mes de agosto y a los setenta años de edad, menos algunos
días.
Acontecieron grandes maravillas y prodigios en
esta preciosa muerte de la Reina. Porque se eclipsó el sol y en señal de luto
escondió su luz por algunas horas. Se conmovió toda Jerusalén, y admirados
concurrían muchos confesando a voces el poder de Dios y la grandeza de sus
obras. Acudieron muchos enfermos y todos fueron sanados. Salieron del
purgatorio las almas que en él estaban. Y la mayor maravilla fue que al expirar
Nuestra Señora, también otras tres personas lo hacían en la ciudad; y murieron
en pecado sin penitencia, por lo cual se condenarían, pero llegando su causa al
tribunal de Cristo pidió misericordia para ellas la dulcísima María y fueron
restituidos a la vida, y después se enmendaron de modo que murieron en gracia y
se salvaron.
Del entierro de la
Santísima Virgen
Los apóstoles encargaron a las dos doncellas que en
vida habían asistido a la Reina para que, según la costumbre, ungiesen el
cuerpo de la Madre de Dios y la envolviesen en la sábana, para ponerle en el
féretro. Entraron en el oratorio donde yacía la venerable difunta, pero el
resplandor que la envolvía las deslumbró de suerte que ni pudieron tocarle ni
verle ni saber en qué lugar determinado estaba. Luego San Pedro y San Juan
confirieron el portento, oyendo asimismo una voz que les dijo: Ni se descubra
ni se toque el sagrado cuerpo.
Así, disminuyendo un tanto el resplandor, los dos
apóstoles levantaron el sagrado y virginal tesoro y le pusieron en el féretro.
Y pudieron hacerlo fácilmente, porque no sintieron peso, ni en el tacto
percibieron más de que llegaban a la túnica casi imperceptiblemente. Entones se
moderó más el resplandor y todos pudieron percibir y conocer con la vista la
hermosura del virginal rostro y manos.
Del cenáculo partió el solemne cortejo al cual
acudieron casi todos los moradores de Jerusalén. Junto a éste había otro
invisible de los cortesanos del cielo. Descendieron varias legiones de ángeles
con los antiguos padres y profetas, especialmente San Joaquín, Santa Ana, San
José, Santa Isabel y el Bautista, con otros muchos santos que desde el cielo
envió nuestro Salvador Jesús para que asistiesen a las exequias y entierro de
su beatísima Madre.
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