Como santa Teresita
El diario se detiene bastante
en los años de la infancia, Cecilia usa un estilo repleto de imágenes y
comparaciones tiernas e infantiles, que se desenvuelven en una narración
conmovida y rica de detalles. Cecilia tiene un recuerdo extraordinario de los
objetos y emociones vividas desde sus primeros años y junto a la percepción de
ser frágil aparece clara en ella desde el principio la percepción de ser amada
de manera particular, sin ningún mérito personal.
A veces nos hacen sonreír sus
expresiones dialectales e ingenuas, que contrastan aparentemente con la
sabiduría que caracteriza sus reflexiones. Quien lea esta narración tal vez se
asombre por el modo infantil y confidencial que tiene Cecilia de hablar de su
vínculo de pertenencia a Jesús: «Sí, amo tanto a Jesús… pero ¿dónde están las
obras? ¿Las obras que demuestren este amor? No las tengo… padre, pero no me
asusto, volaré hacia Él con las alas de mis grandes deseos, o, mejor, trataré
de ser una niña pequeña, para estar siempre en Sus brazos, ¿qué obras se pueden
pretender de los niños? Éstos para demostrar su cariño usan solo caricias y
besos, no ofrecen nada más que pequeñas y humildes flores de campo, pudiendo
tener cuantas quieran». Toda la sabiduría de Cecilia reside en este ser niño,
abandonado a la gracia de Dios. Igual que santa Teresita del Niño Jesús.
Ella
misma lo dice: «Llegaré a Jesús por un pequeño sendero, breve, muy breve, que
me ha trazado Teresita del Niño Jesús». La lectura de la Historia de un alma
fue lo que despertó en Cecilia, siendo aún niña, su deseo de abrazar la vida
religiosa. «Desde pequeña me preocupaba por los trabajos de los misioneros. Los
buenos padres hablaban de tierras lejanas, de conversiones y bautismos. Las
aspiraciones más grandes colmaban mi corazón, yo también esperaba ir lejos
donde nadie me conociera para hacer que conocieran y amaran a Jesús igual que
lo amaba yo, deseaba la salvación de las almas de los pobres infieles; sellaría
mi fe con la sangre.
La «pequeña
nada» de Jesús
El 23 de
octubre de 1926, con su regreso a Nepi, comienza para Cecilia el último breve y
doloroso camino de su vida, marcado por la manifestación y agudizamiento
progresivo de la tuberculosis. Periodo que es aún más doloroso por la soledad
de lo que ella llamará «el exilio en La Massa». Un exilio que le hace sufrir
porque era consciente de que no tomaría los votos, por la lejanía de Nepi y las
calumnias de los propietarios de la finca. Su único consuelo, la devoción
filial a la Virgen Dolorosa, que ella llama su «corazón», y a la Eucaristía, su
«tesoro», que el padre Roschini dos veces a la semana, con cualquier condición
de tiempo, le lleva puntualmente. Rompen, sin embargo, este exilio las
frecuentes visitas de los campesinos, de los compañeros de la Acción católica y
de los jóvenes del seminario acompañados por los padres, que no pocas veces le
piden a esta muchachita enferma y poco instruida consejos para sus homilías.
En
estos últimos años Cecilia tendrá una conciencia lucidísima del “caminito”:
«Humildad, abandono, amor». «Abandono», escribe, «¡qué preciosa es esta virtud!
¡Oh, si todos te comprendieran, la tierra se transformaría en antecámara del
Paraíso! Nos hace descansar tranquilamente sobre las rodillas de Jesús, nos
hace dormir posando nuestra cabeza en el corazón de Él, nos hace vivir felices,
porque abandonados a este amigo estamos seguros de nuestro destino. Como el
niño que debe atravesar de noche un bosque tupido con su madre, y se agarra a
las faldas de ésta seguro de que su madre lo llevará a buen puerto, así es el
alma que se abandona a Jesús».
Hasta el final le acompañará esta sencillez y
alegría, murió cantando las oraciones a María que había aprendido de pequeña.
Era el 1 de octubre de 1928. También esta fecha parece una coincidencia. Teresa
había fallecido el día antes, el 30 de septiembre de 1897. Y en 1927, año en
que Pío XI la proclamó patrona de las misiones, el 1 de octubre Teresa se le
apareció en sueños a Cecilia, como queda documentado en el diario, anunciándole
la muerte justamente en ese día.
«Cuando
murió», recuerda un anciano labrador que la conoció, «algunos decían: “Ha
muerto una santa”, pero otros decían que era sólo buena, una buena chica que
había sufrido y criticaban a los primeros como si tuvieran que hacer santos a
la fuerza. Pero su funeral fue una fiesta, fue como ir a una boda. Los Siervos
de María dieron en su honor una comida y aquel mismo día les llegó, de
benefactores lejanos, una consistente cantidad de dinero que sirvió para
resolver las estrecheces económicas del seminario. Justamente como Cecilia
había dicho y deseado». Cecilia hubiera querido reposar para siempre en la
iglesia de San Tolomeo, al pie del altar de la Dolorosa, allí donde estaba su
“corazón”.
También este deseo se cumplió. Durante la Segunda Guerra Mundial,
cuando por temor de los bombardeos los frailes decidieron trasladar sus restos
mortales dentro de la iglesia, se abrió el ataúd y los presentes vieron con
sorpresa que el cuerpo estaba intacto (igual que está hoy) «y tan suave era la
piel», recuerda el padre Pietro, párroco actual de San Tolomeo, «que parecía
que estaba durmiendo… Al vestirla nos dimos cuenta de que en la espalda tenía
una amplia herida que dejaba ver las entrañas, fue doble nuestra sorpresa
cuando notamos que no había ninguna señal de la devastación producida por la
tuberculosis».
«Todo consiste», había escrito Cecilia al principio de la Historia de un
payaso, «en reconocer la propia nada… Estoy segura de que si Jesús hubiese
hecho a otra alma las mismas gracias que me ha hecho a mí, la aureola de
santidad no hubiera tardado en ceñir esta cabeza, pero Jesús, al que le gusta
bromear con sus criaturas, se complace en colmar de gracias a las que nadie se
espera, que quizás no son dignas, que ve más miserables, para hacer resplandecer
mayormente su misericordia, complaciéndose en su confusión y su asombro».
«… Como un payaso medio bobo e
inútil».
Esta es sólo la historia de una muchacha. La historia de una breve
vida, que pocos han conocido. No era un genio, no ha dejado ninguna obra. Nada
sensacional ni especial. Salvo que para Alguien fue, en cambio, muy preciosa.
Hasta ella misma se maravillaba: «A veces asombrada me pregunto, qué atractivo
puede haber hallado en mí Jesús que lo atrae hacia mi nada, que me colma con
sus cuidados más afectuosos. Mi debilidad extrema, esta es la única respuesta
posible».
stefania Falasca
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